Si existe en el sistema político español una institución que
evidencia la ausencia de una ruptura democrática genuina con la
dictadura ésta es la monarquía. A pesar de la mojigatería mistificadora y
las patéticas genuflexiones ante el rey de los partidos del régimen
–PP, PSOE y CiU (como tan simbólicamente se ha encargado de recordarnos
Miquel Roca al asumir la defensa de la infanta Cristina)… sin olvidar al
PCE y sus renuncias desde el principio de la Transición-, la monarquía
no cuenta con una legitimidad democrática explícita y es un poder
preconstitucional « reinstaurado » por la dictadura franquista. Es más,
tampoco cuenta con una legitimidad dinástica convencional, al saltarse
Franco el orden sucesorio. El régimen actual ha presentado a Juan
Carlos, con una frivolidad rayana en el insulto, como el hombre
providencial que « trajo » la democracia y que, sobre todo, « detuvo »
el golpe de Estado del 23F.
Pues bien, en los tiempos en que reinaba y gobernaba, cuando se
seguían asesinando a militantes de izquierdas en las calles, las
comisarías y los patíbulos con su aprobación o cuanto menos su
aquiescencia, el monarca maniobró, hasta cierto punto teledirigido por
Estados Unidos -como se está demostrando últimamente-, para operar una
apertura controlada que impidiera que el franquismo sin Franco acabase
como la dictadura portuguesa en 1974 o, más recientemente, como las
tiranías de Túnez o Egipto. También es cierto que esta salida fue
posible porque la oposición mayoritaria aceptó los pactos y las
transacciones a cambio de poder llegar lo antes posible a las
instituciones, a los cargos y a los privilegios. Pero de lo que no cabe
ninguna duda es de que lo que hizo imposible la continuidad de la
dictadura no fue el Rey, sino un nivel de movilización popular
extraordinario en las universidades, en los barrios y, sobre todo, en
las fábricas. Si bien es cierto que, como a menudo se cacarea, Franco
murió en la cama, no es menos cierto que el franquismo murió en la
calle. Es importante recordarlo en estos tiempos de dictadura de los
mercados y de exilio (económico), en los que está en juego el futuro de
nuestras conquistas sociales y democráticas más elementales y en los que
la inestabilidad económica está abriendo una gran crisis política.
En lo que respecta al golpe del 81, existen indicios bastante
consistentes para sospechar que, dado que buena parte de los militares
implicados en la intentona –empezando por Armada– eran de la mayor
confianza del monarca, ni el rey ni, conviene recordarlo, buena parte
del establishment político español –incluida la dirección del PSOE–
cerró la puerta a la solución Armada hasta que se truncó por la
oposición de Tejero. También es muy inquietante constatar que los
servicios secretos (entonces el CESID, antecesor del no menos
inquietante CNI actual), una parte de cuyos mandos estuvo directamente
implicada en el golpe, despachaban regularmente con la corona.
Las incoherencias del relato oficial son tantas, empezando por el
discurso televisado del rey, iniciado con un sorprendentemente « ante la
situación creada por los sucesos desarrollados en el Palacio del
Congreso» (unos sucesos consistentes en secuestrar a punta de fusil a
centenares de diputados… acción ni caracterizada ni condenada a priori
por el monarca), que no es descartable que los historiadores del futuro
lleguen a la conclusión de que fue un autogolpe blando destinado a
reforzar políticamente a la corona y a desarticular conspiraciones
militares más radicales. Es más, a menudo se insiste en que el golpe
fracasó, pero lo cierto es que los objetivos del famoso « golpe de timón
» se alcanzaron bajo el mandato de la UCD y, sobre todo, del PSOE: la
LOAPA para frenar el proceso de descentralización del Estado, la entrada
en la OTAN para garantizar la tutela político-militar nortamericana, el
reforzamiento de la lucha « antiterrorista » contra el independentismo
vasco (GAL y todo lo que vino más tarde) y el neoliberalismo reaganiano
(privatizaciones, reconversión industrial, etc… con las consecuencias
actuales por tod@s conocidas). Pero, sobre todo, se asentó un objetivo
estratégico para el régimen actual : la aceptación pasiva del orden
vigente y una profunda despolitización de los sectores populares y la
juventud. Quizás no sea exagerado afirmar que la pesada inercia de estos
años simbólicamente marcados por el « ¡quieto todo el mundo ! » no se
han empezado a revertir hasta que no pocas tradiciones rebeldes y
combativas aletargadas volvieron a ponerse en marcha entre la juventud y
las clases populares una soleada tarde de mayo de 2011 con ese famoso
«no somos mercancía en manos de políticos y banqueros».
Hasta hace tan sólo unos años, protegido por una inmunidad
constitucional inexistente en ningún país democrático y por una sólida
censura mediática, este atípico político que sólo ha recibido el voto de
Franco, que es el jefe de las Fuerzas Armadas por la gracia de Dios y
que tan amigo es de banqueros y empresarios (como Mario Conde o Javier
de la Rosa, por sólo citar a los más corruptos) encarnaba la institución
mejor valorada por buena parte de la población. Una institución
monárquica cuyo robustecimiento ha favorecido el conservadurismo del
sistema, el transformismo político y la amnesia histórica programada,
así como un pesado conformismo cultural e ideológico promovido por la
revolución pasiva del consumismo y el hoy truncado ascenso social de las
llamadas clases medias.
Sin embargo, la crisis capitalista en curso, las resistencias a las
políticas de austeridad y el estallido de enormes contradicciones están
generando una grave crisis del régimen actual, una « democracia » de muy
baja intensidad resultado de la autoreforma limitada de la dictadura,
reforma en todo momento tutelada por las fuerzas armadas y la monarquía.
Hoy, la crisis del Estado de las autonomías, el descrédito del poder
judicial y el rechazo de los grandes partidos del poder (PP, PSOE y CiU)
está coincidiendo con una cascada de escándalos de la Casa Real que
explica la acelerada caída libre de su popularidad. La crisis de la
monarquía es tan grave que incluso se ha relajado la censura informativa
y la autocensura de los grandes partidos ante esa institución. A las
cacerías y los escándalos de faldas del rey se une el caso
Urdangarín-Infanta Cristina, las turbias relaciones de Corinna con la
cúspide del Estado, la publicación reciente en Alemania de unas
declaraciones del Rey posteriores al 23F en que quitaba hierro a la
actuación « bien intencionada » de los golpistas, y los primeros
interrogantes sobre los orígenes de la fortuna personal del monarca.
Pues bien, hoy todas las fuerzas conservadoras están apostando por la
abdicación del rey en el príncipe para evitar una degradación política
irreversible de la monarquía y una efervescencia republicana. El ascenso
del independentismo en Catalunya ante la evidente irreformabilidad de
la Constitución y la negativa total de los grandes partidos de ámbito
estatal a facilitar el ejercicio democrático del derecho de
autodeterminación de los pueblos catalán, vasco y gallego, anuncian una
crisis política de gran envergadura que puede quebrar la paz social y la
estabilidad política que han disfrutado las clases dominantes
hispánicas durante las últimas tres décadas.
« Las libertades plenas y el camino al socialismo no caben en esta
constitución », decía la Liga Comunista Revolucionaria cuando en 1978
fue la única corriente política aparte de la Izquierda Abertzale que
llamó a votar por un « no de izquierdas » en el referéndum de la
consitución. El próximo 14 de abril, aniversario de la proclamación de
la II República, Izquierda Anticapitalista defenderá la consigna «¡ni
Juan Carlos ni Felipe, república y autodeterminación de los pueblos !».
Izquierda Anticapitalista,
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