A la vista de estas últimas
semanas, la política llevada a cabo por Erdogan y su partido-estado
puede parecer por lo menos irracional. De hecho, un avión de combate
ruso fue abatido en la frontera turco-siria provocando una crisis sin
precedentes. Dos conocidos periodistas fueron arrestados, acusados de
espionaje y “traición a la patria”, por haber difundido videos y
fotografías, y publicado artículos revelando envíos de armas (por
parte de servicios de inteligencia) a los yihadistas que combaten
contra el régimen de Al-Assad.
Dos días más tarde, el
decano del colegio de abaogados de Diyarbakir, Tahir Elçi, famoso
defensor de los derechos humanos y la paz, que había sido perseguido
hace menos de un mes por haber declarado que el PKK no era una
organización terrorista, fue asesinado por una bala en la cabeza a
plena luz del día en un tiroteo entre la policía y las milicias
kurdas. Todo esto enmarcado en un toque de queda completo, despliegue
de brigadas policiales islamistas-fascistas antiterroristas (la
brigada Esedullah) y de destrucción de barrios enteros en el
Kurdistán norte.
Todo esto por supuesto no
parece muy coherente si nos olvidamos que es gracias a este clima de
guerra civil (provocando también las represalias del movimiento
kurdo armado), de represión violenta ante la contestación social y
política, de criminalización y asalto contra la prensa de la
oposición, que el AKP logró obtener el 49,5% en las elecciones del
1 de noviembre, ganando 5 millones de votos en unos meses (obtuvo
40,8% en las del 7 de junio).
Dado que la represión, el
autoritarismo, el nacionalismo y al criminalización de toda la
oposición, así como el apoyo al PKK y a su “organización
terrorista paralela” dan rédito, Erdogan no tiene ninguna razón
para dar marcha atrás a su política, a nivel nacional e
internacional. Esta atmósfera de caos le permite mantener su
hegemonía política (si no desarrollarla) en la sociedad turca, pero
también en el interior del AKP, haciendo imposible cualquier intento
de competencia.
El presidente y el AKP no
dudan lo más mínimo en alimentar las tensiones militares, por una
parte para preservar la consolidación de su base electoral, pero
sobre todo para tener voz y voto en la división de Siria en zonas
étnica-confesionales. La principal motivación del régimen de
Erdogan es la de evitar a toda costa que la región se extienda de
Azaz a Jarablus, bajo control del Daesh, pase a manos del PYD-PKK, ya
que es la única de sus fronteras con Siria no está controlada hoy
por las fuerzas kurdas. Esto constituiría un obstáculo mayor en su
dominación de la zona sunita.
La cuestión del avión ruso
abatido señala la incompatibilidad de las estrategias turca y rusa,
totalmente opuestas. Pero también debe ser entendida como
represalias contra los ataques aéreos rusos sobre grupos yihadistas
(Al-Nusra, Ahrar al-Sham, yihadistas chechenos, marroquíes, uigures,
etc) ubicados en esta zona sunita. Represalias cuyos beneficios
económicos han sido probablemente mal calculados. Además, la fuerte
presencia de nuestros compatriotas turcomanos en esta región
bombardeada ha sido objeto seguramente de una instrumentalización
nacionalista para la opinión pública.
Al igual que en el reciente
ejemplo de despliegue de tropas turcas cerca de Mosul (aprovechando
la tensión entre Barzani y el PYD), Ankara espera volver a imponerse
en el caos sirio con demostraciones de fuerza. Y en este marco
cuentan sus aliados occidentales, aterrorizados por la crisis
migratoria y ansiosos por controlar el flujo, para hacer cerrar los
ojos a las aventuras militares de Turquía y disimular las medidas
antidemocráticas impuestas en el país.
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