Jaime Pastor
Profesor de Ciencia Política en la UNED y autor de Los nacionalismos,
el Estado español y la izquierda, Los libros de Viento Sur-La oveja
roja, 2012

Luego, el estallido de la crisis sistémica ha podido ayudar también a
fomentar cierto sentimiento de agravio comparativo con argumentos
discutibles pero acompañado –no lo olvidemos- por el temor a una
recentralización del Estado, cada vez más visible en el proyecto del PP y
ratificada recientemente por la beligerante intervención de la Corona.
Ante este panorama, corroborado por las encuestas, no reconocer que nos
encontramos ante un nuevo escenario en el que la vía “autonomista” ha
fracasado y lo coherente desde un punto de vista democrático es respetar
la libre decisión que quiera tomar el pueblo catalán sobre su futuro
sería estar ciegos ante el más que probable “choque de trenes”.
Consciente de que ese independentismo ciudadano se produce en el
contexto de una crisis de régimen y de la eurozona y buscando a la vez
desviar la atención del desgaste que está sufriendo con sus recortes
sociales, el presidente de la Generalitat, Artur Mas, ha optado por
ponerse a la cabeza de ese movimiento y convocar unas elecciones
anticipadas con el fin de convertirlas en plebiscitarias. Desde fuera de
Catalunya podemos criticar el oportunismo de Mas y su innegable
propósito de dejar al margen de la agenda los efectos de sus políticas
neoliberales en nombre de un proyecto independentista que pretende
aparecer a la vez como solución mágica a la crisis económica y social.
Pero no por ello podemos dejar de poner en primer plano la denuncia de
un nacionalismo español que, tanto en sus versiones más beligerantes
-las del “TDP party”, la UPyD y el PP, con Vidal-Quadras pidiendo la
intervención militar- como en las de un PSOE que de pronto ha
redescubierto el federalismo “a la alemana” –o sea, uninacional-, sigue
rechazando la necesidad de reconocer en condiciones de igualdad la
realidad plurinacional existente dentro del Estado español.
No cabe pues más camino que el de buscar una vía democrática de
solución del conflicto abierto, con mayor razón cuando probablemente
puede volver a plantearse también en el caso vasco. Los “padres de la
Constitución” de 1978 –en primer lugar, el rey y la jerarquía militar-
quisieron tener “atada y bien atada” la “unidad e indivisibilidad de la
Nación española”, pero 34 años después su fracaso es incontestable. Ni
el Estado autonómico, ni la integración en la UE –con las constantes
cesiones de soberanía hacia arriba que ha supuesto- han logrado ofrecer
un reconocimiento y un “acomodo” suficientes de Catalunya dentro del
Estado español. A lo máximo que se ha llegado desde “Madrid” ha sido a
hablar de España como “Nación de naciones” (la primera con mayúscula y
la segunda con minúsculas), pero ni siquiera eso es aceptable para un PP
que sigue mostrando su nostalgia de la época colonial con conflictos
como el que recientemente se produjo con el islote Tierra, o su
persistente obsesión por vender una “marca España” al servicio de las
multinacionales.
Responder a este reto con el argumento de que en la Constitución no
cabe el derecho a la autodeterminación y de que en caso de referéndum
tendría que votar el conjunto de la ciudadanía del Estado, además de
antidemocrático, significaría generar una dinámica de confrontación que
facilitaría un mayor sentimiento independentista en Catalunya. Una vez
más, hay que decir que la responsabilidad principal en el escenario que
se ha creado se encuentra en los “separadores” españoles. Ese
fundamentalismo constitucional se ve hoy todavía más debilitado si
tenemos en cuenta que la Carta Magna que defienden con tanta pasión se
ve diariamente violada en su apartado dedicado a los derechos sociales,
sobre todo tras la reforma que a toda prisa se hizo en pleno verano de
2011 en su artículo 135 para imponer la “regla de oro” del déficit y del
pago de una deuda ilegítima. No cabe pues extrañarse de que lo que fue
ya resultado de una “transacción asimétrica” sea cada vez más
cuestionado en las calles y estemos entrando ya en una crisis abierta de
régimen.
Por eso, en lo que se refiere a la cuestión que nos atañe no vendría
mal recordar lo que declaraba el Tribunal Supremo de Canadá en 1998: “La
Constitución no es una camisa de fuerza (…). Aunque es cierto que
algunas tentativas de reforma de la Constitución han fracasado en el
transcurso de los últimos años, un voto claro de la mayoría de
quebequeses sobre una pregunta clara, conferiría al proyecto de secesión
una legitimidad democrática que el resto de participantes en la
Confederación tendrían la obligación de reconocer”.
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