lunes, 28 de marzo de 2011

Rony Brauman: "Los bombardeos no sirven para instaurar la democracia"



Rony Brauman es expresidente de Médicos Sin Fronteras. Profesor adjunto de Ciencias Políticas, desde hace años reflexiona sobre los efectos de las intervenciones humanitarias.

Entrevista Con Rony Brauman (Libération). Traducción: VIENTO SUR.

Una parte de quienes se opusieron a la intervención de EEUU en Iraq apoyan ahora la resolución del Consejo de Seguridad sobre Libia. Usted no. ¿Por qué?

Rony Brauman: Porque sigo sin creer en las virtudes de los bombardeos aéreos para instaurar la democracia o "pacificar" un país. Somalia, Afganistán, Iraq, Costa de Marfil son otros tantos casos que nos ayudan a recordar la dura realidad de la guerra y la imprevisibilidad de sus resultados. "Proteger a las poblaciones" significa, en la práctica y en toda lógica, derribar a Gadafi y sustituirlo por un Karzai local, o bien dividir el país congelando la situación. En ambas hipótesis, no seremos capaces de asumir sus consecuencias. ¿En qué momento se considerará ganada la guerra?

¿Hemos de asistir de brazos cruzados al aplastamiento de la rebelión libia por las tropas de Muamar el Gadafi?

No. Entre la guerra y el status quo hay margen para hacer cosas: el reconocimiento del Consejo Nacional de Transición [la instancia política des los insurrectos] por parte de Francia fue un gesto político importante que hay que proseguir apoyando militarmente a la insurrección: suministrarle armas y prestarle asesoramiento militar para reequilibrar la relación de fuerzas sobre el terreno, así como facilitarle informaciones sobre los movimientos y preparativos de las tropas enemigas. El embargo comercial, el embargo de armas y la congelación de las cuentas del clan Gadafi son otros tantos instrumentos de presión ante los que Trípoli no puede permanecer indiferente.

¿No corremos el riesgo de dejar que ocurra una tragedia?

Veamos el caso de Ruanda, que se invoca a menudo como ejemplo de lo que no hay que hacer: la ONU tenía soldados allí y los retiró antes del genocidio, lo que ha quedado como el gran error. Sin embargo, por mucho que sea comprensible, esta crítica moral no tiene en cuenta que para cambiar el curso de las cosas habría sido necesario establecer un control total sobre el país, cosa que es imposible. En mi opinión, el error no fue retirar las tropas en 1994, sino intervenir en 1990 para salvar al régimen, con la ilusión de que se lograría imponer la paz. Habría sido preferible aceptar los enfrentamientos violentos de entonces y no congelar, durante un tiempo forzosamente limitado, la relación de fuerzas. Fueron los radicales de los dos bandos quienes salieron beneficiados.

¿Aunque no se realicen más que incursiones aéreas?

Una operación aérea no ha permitido nunca ganar una guerra. Esta ilusión tecnológica refleja un pensamiento mágico. El balance de las intervenciones armadas internacionales demuestra que ya no tenemos los medios para decidir qué es bueno o no en el extranjero. El remedio es peor que la enfermedad. A partir del momento en que la fuerza ya no nos permite hacer avanzar a nuestra conveniencia una historia que vacila, vale más prescindir de ella y romper con los sueños de la "guerra justa". En esta materia como en otras, la política de la emoción es muy mala consejera.

¿Se opone usted por principio a cualquier intervención?

No, las Brigadas internacionales que fueron a combatir en España en las filas de los republicanos, en 1936, constituyeron un enorme gesto de solidaridad internacionalista —aunque sin duda no de defensa de las libertades democráticas— y yo aplaudiría a rabiar la idea de organizar brigadas internacionales que fueran a apoyar a la revuelta libia. Pero las intervenciones estatales son harina de otro costal. Quiero añadir que la moral no sale ni mucho menos bien parada cuando se decide si una situación determinada merece una intervención internacional, teniendo en cuenta a las poblaciones que han sido abandonadas al albedrío de sus opresores: Chechenia, Palestina, Zimbabue, Corea del Norte, etc. Por no citar más que un ejemplo reciente: entre quienes reclaman una zona de prohibición de los vuelos en el espacio aéreo de Libia, ¿cuántos habrían defendido la neutralización de las fuerzas aéreas israelíes en enero de 2009 en Gaza o en agosto de 2006 en Líbano?

¿No es posible por tanto una diplomacia de los derechos humanos?

Pregunte qué piensan los manifestantes de Bahréin, reprimidos por nuestros aliados de las monarquías petroleras del Golfo. Los iraníes bien podrían interesarse a su vez por la defensa de los derechos humanos en la península arábiga. No, los derechos humanos no son una política, y la oposición canónica entre derechos humanos y realpolitik no lleva más que a un callejón sin salida. Hay política a secas, que es el arte de querer las consecuencias de lo que se desea. Los derechos humanos son invocados o revocados a su antojo por los Estados.

¿Qué dice usted a los libios que piden ayuda a Occidente?

Les digo que se hacen ilusiones sobre nuestra capacidad para cambiar la situación a su favor y que son ellos los que pagarán el mayor precio. Recordemos que en 2003 había muchísimos iraquíes que estaban a favor de una intervención armada. Creían que los norteamericanos cortarían la cabeza al tirano y se irían. Los médicos saben, y no solo ellos, que crear la ilusión de estar protegido puede ser peor que no dar protección.

La recuperación del control de Libia por Gadafi, ¿no supondría el fin de la primavera árabe o incluso una amenaza para las revoluciones tunecina y egipcia?

No veo por qué. Por un lado, no es la situación en Libia la que determinará por sí sola el porvenir democrático de los países árabes; por otro lado, vemos cómo a la sombra de la intervención en curso se reprimen otras manifestaciones en los países del Golfo. Por cierto que en Francia sabemos por experiencia propia que entre revolución y democracia hay todo un trecho que recorrer y que hay vueltas atrás. No cabe duda de que la primavera árabe no escapará a esta regla. Estoy convencido de que el rechazo de los regímenes despóticos y corruptos está profundamente arraigado en el conjunto de las sociedades contemporáneas, pero les corresponde a ellas hacer de este rechazo un programa político.

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