
La publicación reciente de dos manifiestos -uno en El País y otro en
El Mundo- que pretenden responder al desafío planteado en Catalunya en
torno al derecho a decidir y a la independencia revela, aun reconociendo
las diferencias entre ambos, la persistencia en las elites políticas y
culturales del Estado español del imaginario construido a partir de la
Transición política y hoy, afortunadamente, cada vez más cuestionado por
las nuevas generaciones.
Esto es más evidente en el documento que aparece en El Mundo, en
donde se expresa la lealtad a la Constitución del 78 de manera
prácticamente incondicional (“fue, escriben, uno de los hechos más
felices de nuestra historia”), no se reconoce la existencia de un
sentimiento nacional en Catalunya y, en cambio, se reivindica “el Estado
y la nación españoles, obra del pasado, del presente y el futuro de un
pueblo que quiere permanecer unido”. Pero también es patente en el
difundido a través de El País, medio de referencia dominante entre las
gentes que se consideran del “centro-izquierda”, como también critica
Vicenç Navarro (“Respuesta al manifiesto federalista de los
trescientos”, 6/11/12, http://www.vnavarro/?p=8050).
La convocatoria de unas elecciones plebiscitarias por parte de Artur
Mas con el claro propósito de desviar así la atención sobre los recortes
sociales que lleva aplicando desde hace tiempo echando la culpa a
“Madrid” y explotando agravios comparativos discutibles en el sistema de
financiación debe ser criticada. El problema está en que difícilmente
puede uno dar credibilidad a quienes eso hacen cuando entre los
firmantes de estos manifiestos se encuentran personas –me limito a
mencionar a Carlos Solchaga- que han jugado un papel pionero en la
adopción de políticas neoliberales en todo el Estado y en fomentar la
cultura del “pelotazo”, o que se mantuvieron en silencio frente a la
campaña que se desencadenó contra el Estatut catalán.
Una vez aclarado esto, y centrándonos principalmente en el manifiesto
aparecido en El País, lo que podemos observar es una visión
simplificadora de la realidad catalana, justamente criticada también por
Vicenç Navarro en el artículo ya citado. Fundamentalmente, reduciendo
el “independentismo” al proyecto de Mas cuando sólo después de la
manifestación multitudinaria de la Diada, aquél decidió cabalgar el
tigre de una corriente de opinión que afecta a muy distintas capas
sociales y que ha ido creciendo a partir, sobre todo, de los recortes
que el PP y PSOE impusieron al Estatut en el Parlamento español y, luego
continuó el Tribunal Constitucional, todo ello en medio de una campaña
muy beligerante del nacionalismo español. El agravamiento de la crisis
sistémica ha contribuido a la extensión de ese movimiento a nuevos
sectores sociales, incluso al partido de Mas, pero fue la constatación
del portazo constitucional al reconocimiento en condiciones de igualdad
de la nación catalana en relación con la española el motivo principal de
ese salto del soberanismo a la reivindicación de la independencia por
parte de amplias capas del pueblo catalán.
Todo esto no es tenido en cuenta en el documento en cuestión hasta el
punto que llegan a sostener que “la afirmación de que España perpetró
agresiones contra Cataluña es una desgraciada manipulación del pasado”.
Habría que ver qué entienden por “agresiones” pero, sin irnos muy lejos,
la sola mención a lo ocurrido con el Estatut bastaría. A esto es a lo
que se refería recientemente Josep Ramoneda (“El malentendido”, El País,
4/11/12) cuando llamaba la atención sobre el hecho de que como máximo
se considera a Catalunya “una parte de España, no una entidad por sí
misma, pegada a ella por naturaleza y no por voluntad propia. Una idea
organicista del Estado que hace imposible el diálogo de tú a tú”.
Tampoco parece aceptable que se diga que “el programa de construcción
nacional incentiva a los independentistas” (¿a cuáles se refieren?) “a
rechazar la toma en consideración de la propuestas de entendimiento y a
silenciar o relegar a todos aquellos ciudadanos catalanes que no
suscriban ese programa de secesión”.
Con todo, lo más preocupante está en que reivindican el “modelo” de
la Transición -“La transición de la dictadura a la democracia se hizo de
la ley a la ley pasando por la ley”- y lamentan que ahora los
independentistas “se proponen violentar la ley democrática, hecha por
todos y para todos, con el propósito de alumbrar una ley nueva”. O sea,
se convierte en “virtud” de la Transición haber partido de la legalidad
franquista para la conformación de un régimen que, como estamos viendo
en materias como la “memoria histórica”, sigue sin hacer el ajuste de
cuentas con la dictadura y con el nacionalismo español esencialista que
se blinda en la Constitución. Es más, ésta se encuentra hoy más
cuestionada por amplios sectores de la ciudadanía tras la reforma del
artículo 135 adoptada con alevosía por los dos grandes partidos en pleno
verano de 2011 en nombre de la “regla de oro” del déficit impuesta por
la eurozona.
En este manifiesto se llega a decir: “Ni España ni la Constitución de
1978 ni el Estatut de 2006 niegan a los ciudadanos de Cataluña ejercer
el derecho a decidir” asimilando esto último a las citas electorales.
¿Acaso es lo mismo votar en unas elecciones a partidos que pronunciarse
sobre las relaciones entre pueblos en un referéndum? Aquí nos
encontramos con una confusión interesada que pretende hacernos olvidar
que el derecho a la autodeterminación no cabe en esta Constitución –algo
que se pudo comprobar en 1978 con el rechazo a la enmienda presentada
por el diputado Letamendía-, como luego hemos podido comprobar con la
negativa del Parlamento español a debatir el llamado “Plan Ibarretxe” y
su voluntad de someter a referéndum una Propuesta de Estatuto Político
para constituirse como “Comunidad vasca libremente asociada al estado
español”.
Dicho todo esto, cabe reconocer que al menos asumen el “compromiso
irrenunciable” de, en caso de que el sentimiento mayoritario en
Catalunya fuera “contrario de modo irreductible y permanente al
mantenimiento de las instituciones que entre todos nos dimos (…), a
tomarlo en consideración para encontrar una solución apropiada y
respetuosa”. Pero, ¿cómo conocer ese sentimiento mayoritario sin la
consulta que se propone y que ha sido la causa directa de todos los
manifiestos promovidos contra la posibilidad de convocarla? Su opción,
no obstante, está formulada con claridad aunque sin concreción
suficiente: “la búsqueda de un mejor encaje institucional para Cataluña,
de una financiación más justa y de una federalización del deteriorado
Estado de las autonomías”. ¿Acaso el proyecto de Estatut no era un
intento frustrado de “federalización”? ¿A qué tipo de federalismo se
refieren entonces: al alemán, al belga, al canadiense? ¿A un federalismo
mononacional o a otro efectivamente plurinacional libremente construido
desde las partes en condiciones de igualdad y a la vez respetando las
diferencias? ¿Cómo plantearían esto? ¿A través de una reforma
constitucional –que ni siquiera se menciona- o/y mediante referendos
previos en aquellas Comunidades, como la catalana o la vasca, que
soliciten previamente decidir si entran o no en ese “modelo”? ¿Por qué
no han incluido, por ejemplo, la propuesta hecha por uno de sus
firmantes, Francisco Rubio Llorente (“Un referéndum para Cataluña”, El
País, 8/10/12), de que el futuro Parlamento catalán pueda presentar una
proposición de ley orgánica al Parlamento español para que autorice ese
referéndum y los dos principales partidos de ámbito estatal se
comprometan a aprobarla? Preguntas que convendría que aclararan en
próximos escritos.
7/10/2012
Jaime Pastor es profesor de Ciencia Política de la UNED y miembro de la redacción de VIENTO SUR
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